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Tulio Hernández

I

Entre más tiempo pasa, y menos posibilidades de mejoría tiene, más notoria se hace la gran farsa sobre la que se edificó la revolución cubana. A estas ruinas precoces les ocurre lo que a los mitómanos, los mentirosos empedernidos y los magos en decadencia: con el paso de los años todas sus audiencias van descubriendo sus engaños, o sus trucos, y en vez de admiración, comienzan a suscitar lástima. O desprecio.

De la decadencia del proceso cubano estamos todos enterados hace décadas. Pero ahora, con las protestas de julio, algo cambió de modo radical. Es como si la revolución, ya sin esperanzas ni sueños que entusiasmen al público cautivo, estuviese oficiando un striptease agónico mostrando las vísceras enfermas, donde sus seguidores ortodoxos no querían mirar.

Al grito de “¡Abajo la dictadura!”, y de fondo musical, la canción-himno “¡Patria o vida!”, las manifestaciones de protesta del mes de julio se la han puesto difícil al régimen. Al aparato propagandístico oficial ya no le resulta fácil convencer a las organizaciones internacionales de derechos humanos que los manifestantes no son “pueblo llano” sino “agentes de la CIA”.

Julio representó una fractura interna difícil de esconder por el discurso oficial. Quizás no sea, exactamente, el comienzo del fin. Porque con los comunismos nunca se sabe. El soviético, por ejemplo, duró setenta años ejerciendo como uno de los grandes poderes del planeta y un día se derrumbó sin que nadie –siquiera un hombre solo, con una banderita roja camino del Kremlin– saliera a defenderlo.

Pero, aunque no sea el comienzo del fin, las manifestaciones de julio han sido un gancho al hígado de la vanidad de una élite política que presumía tenerlo todo bajo control. Ya por la fuerza de la represión, del lavado de cerebros, del culto a Fidel, o las tres cosas a la vez.

Y resultó que no era así. Quedó probado que también en los totalitarismos quedan rendijas por las que puede saltar una liebre. Y que uno de los efectos de estas manifestaciones ha sido lograr que viejas dudas sobre los logros del comunismo cubano se pongan de nuevo sobre la mesa señalando como “reaccionarias” muchas conductas de la cúpula comunista, ahora cuestionada también desde miradas “progresistas”.

Porque la revolución cubana ya no soporta algunas preguntas. Indague usted, por ejemplo, sobre el papel de la mujer en la revolución y encontrará una sola respuesta contundente: “En Cuba nunca, señor, entiéndalo bien, ¡nunca!, ha habido, y seguramente no habrá, una mujer presidente, vicepresidente, o en cualquier otro cargo de poder significante”.

“Mientras sea un estatismo comunista con una élite machista y misógina”, es la respuesta, “en Cuba, señor, jamás surgirá mujer alguna que pueda representar lo que Angela Merkel ha significado para la democracia cristiana alemana, Michelle Bachelet para la socialdemocracia chilena, Kamala Harris en la renovación de la democracia estadounidense, Isabel Díaz Ayuso para el gobierno de la Comunidad de Madrid, o Violeta Chamorro en la construcción de la democracia en Nicaragua”.

Indague usted, le animo a que lo haga, por el papel de los negros, o para ser políticamente correcto, de los afrodescendientes, en el poder político cubano y le dirán: “En Cuba, nunca señor, entiéndalo bien, ¡nunca!, ha habido y seguramente nunca habrá, como lo habido en Granada, o en Barbados, o en República Dominicana, un líder negro de peso que incluso llegue a ser presidente o vicepresidente, o tenga un cargo importante en el partido. Nunca. Por lo menos no mientras la élite blanca que controla la isla desde los tiempos coloniales siga en el poder. Primero pasa un mamut por el ojo de una aguja que un afro sea jefe político del comunismo cubano”.

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Las cifras no engañan. En los Estados Unidos, un país de 330 millones de habitantes, donde la minoría afrodescendiente representa apenas el 13 por ciento de la población, ya ha habido un presidente y una vicepresidente de color: Obama y Harris. En cambio en Cuba, un país que pregona la igualdad, de sus apenas 11.4 millones de habitantes, donde el 62 por ciento son reconocidos como afrodescendientes, ni siquiera un moreno de tez oscura, algo así como un Pablo Milanés metido a político, se atreve a soñar siquiera con llegar a ser jamás el relevo del Comandante en Jefe.

Se trata de lo que algunos han llamado un “racismo cordial”. Pero implacable. Según las cifras avaladas por la edición Mundo de la BBC, en su portal del de 8 diciembre de 2009, mientras del total de la población delincuente sometida a prisión en la isla, el 80 por ciento son afrodescendientes, en las universidades nacionales solo el 20 por ciento de las cátedras son ocupadas por afrocubanos.

Porque el asunto racial y la africanidad, tratado como vida cotidiana, no como retórica del Internacionalismo Proletario, fue siempre un tema tabú para los comunistas. No hubo en la revolución Cubana –con una Nueva Trova ocupada en componerle nanas revolucionarias al Che y a Fidel–, un músico como Bob Marley que encarnara con tan alto vuelo el tema de la africanidad del Caribe. Tampoco una poesía como la del martiniqueño Aimé Césaire o el nobel santalucense Derek Walcott, viviendo el vértigo de reconstruir los lazos de la africanidad y la negritud. Hubo poetas oficiales como Nicolás Guillen, cultivando una poesía negroide de rimas sonoras pegajosas, pero no la palabra desgarrada que no busca en el poema la ovación celebratoria sino la confrontación con el enigma.

Pregunte si quiere, también lo animo, por los temas de la diversidad sexual, identidades de género, matrimonio igualitario, derechos LGTBI, y se encontrará con otra respuesta contundente: “Si a las mujeres y los afros la élite comunista logró mantenerlos al margen del poder, a los homosexuales en Cuba, señor, los persiguieron, humillaron, maltrataron y ofendieron como si fuesen católicos o anticomunistas. No los borraron de la faz de isla, pero ganas no le faltaron, señor!”.

Porque, y aquí también debemos detenernos, la homofobia institucional cubana fue un espantoso apartheid, una cacería de brujas dolorosa que lesionó vidas y dejó una saga de linchamientos morales, maltratos físicos y operaciones judiciales perversas que encuentran en el proceso seguido al escritor Virgilio Piñera –uno de los grandes de la narrativa latinoamericana– y en el calvario y suicidio de otro escritor homosexual, Reinaldo Arenas, una de las páginas más vergonzantes del totalitarismo cubano.

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Lo interesante de la homofobia convertida en discurso oficial es que en ella coinciden amplios sectores del comunismo latinoamericano –un prototipo de esta ideología la

representa Guido Bellido, el nuevo vicepresidente de Perú– con la más extrema derecha estadounidense a lo Mike Pence, el vicepresidente de Trump, o la teocracia iraní, país donde la homosexualidad se castiga incluso con pena de muerte.

A Pence y a Bellido, los separa el capitalismo, pero ambos, en comunión con las enseñanzas de Fidel, caminan tomados de la mano defendiendo la vieja conseja de que la homosexualidad es una enfermedad que debe ser médicamente tratada, moralmente condenada y judicialmente castigada en tanto representa una degradación del alma humana.

Pence, se afilia a una tradición conservadora de ultraderecha que, sobre todo en Europa y Estados Unidos, aún constituye el frente más radical de resistencia a los avances legales que tratan de flexibilizar posiciones ante temas de las libertades y la diversidad sexual. El ensañamiento anti homosexual de Bellido, el peruano guerrillero, se inscribe en cambio en una tradición homofóbica de la izquierda marxista, militarista y bananera que encontró en la revolución cubana su expresión más furibunda.

Es lo que explica por qué, mientras países gobernados por ideologías de derecha y centro derecha, pensemos en Costa Rica y Colombia, han logrado instaurar plenamente el matrimonio igualitario, en ese triángulo de la barbarie formado por Cuba, Nicaragua y Venezuela del tema ni se habla.

“Si tratas de recordar la jefatura política cubana ubicada en la Plaza de la Revolución observarás en su mayoría hombres vestidos de verde olivo emplazados debajo del monumento a José Martí pasando revista a un desfile militar compuesto por soldados viriles”. Esa es la síntesis que, en una crónica titulada Glamour y revolución, incluida por la periodista Leila Guerriero en una brillante antología titulada “Cuba en la encrucijada”, ofrece la escritora Wendy Guerra sobre el machismo oficial gobernante en Cuba.

A seguidas la autora, que sigue viviendo en la Isla, se pregunta: “¿Por qué no ha habido mujeres presidentes en Cuba? ¿Por qué no hubo un movimiento feminista en Cuba? ¿Es acaso el feminismo contrario a los preceptos revolucionarios, marxistas, socialistas?”.

Y puede uno preguntarse lo mismo en otros campos: ¿Por qué no ha habido afros presidentes? ¿Por qué no hubo movimiento de defensa de la igualdad racial en Cuba? ¿Por qué, como lo ha explicado la investigadora venezolana Magdalena López en su ensayo “Angola y los fantasmas del racismo en Cuba”, tiene tanto éxito en la isla roja una literatura racista donde los africanos angoleños son representados como antropófagos que comen cubanos.

La conclusión es que la cubana, como todos los comunismos, fue una revolución construida sobre prejuicios no sobre aperturas, sobre dogmas no sobre pensamiento complejo, y sobre una masculinidad militarizada, ruda, guerrera, heroica donde lo femenino siempre fue objeto de vergüenza. Principio de la debilidad a ocultar.

En plena decadencia, sin esperanzas ni sueños –misógino, homofóbico y racista – al comunismo cubano se le van cayendo sus últimas máscaras mientras camina amortajado hacia su propio funeral.

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