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Tulio Hernández

Es casi lógico creer que el chavismo tiene su fecha de nacimiento el 4 de febrero de 1992, cuando ocurrió el fallido intento de golpe de Estado contra el gobierno legítimamente electo del presidente Carlos Andrés Pérez. Y cuando el teniente coronel Hugo Chávez –sin serlo realmente– quedó convertido por la televisión en vivo en el líder de la asonada militar. Pero eso no es totalmente cierto. O por lo menos es discutible.

Pareciera más preciso concluir que el acta de nacimiento del movimiento conspirativo que a la larga se conocería, primero como “chavismo”, luego como “revolución bolivariana”, hay que buscarla treinta años atrás. En 1962, cuando se produjeron “El Carupanazo” y “El Porteñazo”, dos asonadas militares fraguadas por entonces para derrocar el gobierno legítimamente electo del presidente Rómulo Betancourt.

Fueron dos intentos de golpes de Estado cruentos, sangrientos e implacables. El primero, como su nombre lo indica, iniciado en la pequeña localidad de Carúpano, al oriente del país, la madrugada del 4 de mayo de 1962. El segundo, apenas dos meses después, el 6 de junio, en la Base Naval de Puerto Cabello en la costa central.

Por suerte, ambos movimientos fueron aplastados sin titubeos por las fuerzas militares leales a la democracia dirigidas personalmente por Betancourt. Un hombre con las ideas muy bien puestas que se convirtió en el primer presidente civil que logró terminar su gobierno sin que los militares golpistas, ni los de derecha ni los de izquierda, lograran derrocarlo. De lo contrario tal vez nunca hubiésemos tenido democracia.

Porque es necesario recordar que a Betancourt, y a la democracia naciente, le disparaban por los dos flancos. Desde la derecha “dictatorialista” y desde la izquierda marxista. Y desde el Caribe. De un lado, el dictador derechista Rafael Leonidas Trujillo, conocido como “Chapita”, porque al igual que Hugo Chávez lo seducían las condecoraciones en el pecho. Y, del otro, Fidel Castro, el caudillo comunista, a quien Betancourt le había negado todo apoyo por su condición de jefe de un gobierno totalitario.

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Trujillo fue el responsable de organizar un atentado con dinamita en el que Betancourt casi pierde la vida. Castro, de financiar vía dinero soviético la guerrilla venezolana que aunque no llegó a poner en jaque la democracia naciente, sí contribuyó a crear una fractura de la que más nunca el país se repondría.

¿Por qué? Porque Venezuela no solo entró tarde a la vida democrática sino que la democracia nació en medio de una atmósfera criminal de soldados de las mismas fuerzas armadas matándose entre sí –solo El Porteñazo dejó cuatrocientos muertos y setecientos heridos­– y, desde entonces, con odio acendrado y masticado por décadas de amargura y ambición de poder, dentro del estamento militar no cesaron de tejerse, una tras otra. Conspiraciones en contra de la democracia.

Hasta que treinta años después entra en escena la asonada militar de febrero de 1992 que, tal y como lo ha demostrado Thays Peñalver en su libro Los doce golpes, no es otra cosa que la continuidad ideológica –militarista y de izquierdismo procubano– de los golpes de 1962. Tanto que los golpistas de 1992 usan el mismo brazalete tricolor y recurren a las mismas consignas y argumentaciones que los del 62.

Pero, y aquí está el núcleo de la tesis sobre el ADN del chavismo, ni en 1962 ni en 1992 los militares golpistas se movían solos. En ambos casos estuvieron acompañados por civiles que no solo apoyaban la causa sino que, como lo explica Edgardo Mondolfi en su libro Los golpes contra Betancourt, defendían pública e impúdicamente, en un escenario democrático como era el Congreso Nacional de la época a los militares golpistas. 

Un ejemplo revelador, entre los tantos ofrecidos por Mondolfi, es el de Guillermo García Ponce, entonces diputado del PCV, quien defiende incondicionalmente a los insurrectos de Carúpano y Puerto Cabello, y mientras lo hace elogia a la revolución cubana con un argumento que el mismo García Ponce volverá a usar en defensa de los insurrectos de 1992:

            “Los oficiales del 4 de mayo […] con su gesta han separado la brecha que dividía al Ejército y al pueblo y han logrado sentar las bases para la unidad fraterna entre las Fuerzas Armadas Nacionales y el pueblo venezolano […] contra los atropellos, los crímenes y la traición del gobierno de Betancourt”.

A este debate hay que prestarle atención, porque a partir de ese momento Cuba y Fidel Castro se convertirán en una referencia ineludible y una presencia constante y decisiva en el devenir político venezolano. La izquierda radical tomará luego el camino de la insurrección armada con el apoyo abierto y explícito del castrismo. Muchos de los militares participantes en Carúpano y Puerto Cabello, pasarán a las filas de la guerrilla como entrenadores de los inexpertos jóvenes civiles ahora en armas. Y otros, como el capitán de corbeta Víctor Hugo Morales, jefe militar de El Porteñazo, volverán a aparecer como protagonistas en la aventura de 1992.

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En ese momento queda conformado lo que me gusta denominar el triángulo de las Bermudas de la democracia venezolana que tiene, en el vértice inferior derecho a los militares golpistas, en el vértice inferior izquierdo a los guerrilleros marxistas, en el vértice superior, el Norte, las manos intervencionistas de Fidel Castro y el comunismo cubano, y en el centro, navegando amenazada, la nave frágil del proyecto democrático.

El ADN del chavismo hay que buscarlo entonces en una alianza que nunca antes –ni después– se había dado en América Latina, en el matrimonio entre dos organizaciones que siempre se enfrentaron: las fuerzas armadas institucionales y las guerrillas marxistas.

Muchos militares se comportaron por décadas democráticamente. Y muchos civiles que fueron a la guerrilla luego se pacificaron y se incorporaron a la vida democrática. Pero los bacilos de la peste militarista se quedaron hibernando en los cuarteles y en la ultraizquierda desleal que simuló pacificarse pero nunca abandonó la idea del poder por la fuerza. Hasta que unas ratas como las de Camus le volvieron a dar vida. Por eso el país de hoy lo tiene metido en cintura un militar, Diosdado Cabello, que recuerda el odio inconmensurable de Chapita Trujillo, y un civil de la Liga Socialista, fiel al comunismo cubano en donde fue amamantado con la leche fidelista.

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