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Por Tulio Hernández @tulioehernandez

1. Todos los meses y, si nos ponemos rigurosos, todas las semanas, la noticia de una tragedia que azota a una persona o a un grupo de migrantes venezolanos ­—generalmente a aquellos que huyen con menos recursos económicos­— circula por las redes o por las agencias informativas internacionales.

Un grupo de ocho venezolanos que muere en un accidente de un autobús en Panamá. Ah, qué tristeza, sentirán algunos. Otro grupo, más numeroso, cuyo campamento fue quemado por locales enardecidos en Pacaraima, al norte del Brasil. Lamentable. Diecisiete connacionales que mueren ahogados en pleno mar Caribe, entre Güiria y Trinidad, mientras viajan a la media noche oscura en una embarcación que no cumple las mínimas normas de seguridad marítima. Qué desgracia.

Los caminantes que suben arrastrando sus pies lacerados por las carreteras andinas de Colombia, entre Cúcuta y Bucaramanga, y sufren de hipotermia en el páramo de Berlín. Qué deprimente. Los ocho “venecos” que, acompañados de chinos, cubanos y haitianos, acaban de ser rescatados, la semana pasada, por la Armada colombiana en las inmediaciones de la isla de San Andrés intentando arribar por los caminos verdes a Centroamérica, camino de Estados Unidos. Qué desolación.

Las redes de trabajadoras sexuales esclavizadas en diversas naciones por los tratantes de personas.  Las decenas de extraviados en la selva del Darién, entre Colombia y Panamá, o los recogidos por la Cruz Roja en estado de deshidratación en el desierto de Atacama, en el norte de Chile. Los 35 mil niños apátridas a los que un generoso decreto del expresidente Iván Duque les dio la nacionalidad que su gobierno rojo de origen les negaba. Por suerte.

2. Son tantas noticias, que se convierten en paisaje. En datos que, como en aquella novela de Manuel Scorza, Historia de Garabombo, el invisible, no vemos porque no queremos verlos. De vez en cuando una tragedia grande logra llamar la atención. Como la reciente muerte de un grupo de migrantes calcinados por el fuego, a finales de marzo, en un retén de Ciudad Juárez, en la frontera de México y Estados Unidos, entre ellos, salvadoreños, guatemaltecos, cubanos, haitianos y venezolanos.

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El gobierno de El Salvador exige castigo a los culpables, renuncia de las autoridades de migración mexicana. El venezolano guarda silencio porque desde hace veinte años vive satanizando a los migrantes. Negando su existencia. Son siete millones y algo más de venezolanos que para el gobierno militar son fantasmas, un invento de los medios capitalistas.

Lo que ocurrió fue una salvajada. El video que se hizo viral muestra a los guardias de seguridad dándole la espalda a los detenidos mientras el fuego los consumía. La cifra de muertos llegó a cuarenta y 29 heridos de gravedad se encuentran aún en terapia. Los migrantes declaran que prefieren atravesar varias veces el Tapón del Darién que atravesar por las hostilidades que padecen en territorio mexicano. Pero igual, por miles se arriesgan, camino del “sueño americano”.

Es una ironía. Mientras la izquierda envejecida, pre moderna, y pos estalinista de América Latina, sigue condenando a los Estados Unidos como la cuna del capitalismo y el neoliberalismo salvaje, y celebrando a Cuba y Venezuela por representar los “territorios libres” de América, los pobres de estas dos naciones, los que viven la realidad, no la utopía, buscan desesperadamente el sueño americano.

Varios de los venezolanos que perdieron la vida en el incendio habían sido detenidos por las autoridades locales acusados del delito de pedir limosna en los semáforos de la ciudad fronteriza. Ya comenzaron a trasladar los cadáveres a sus naciones de origen. El sueño americano puede, también, convertirse en pesadilla. En funeral.

3. “Cada vez que ocurre un hecho delictivo, crimen o similar, en Chile, los venezolanos honestos jugamos a la ruleta con las plegarias: “¡Dios mío, que no haya sido un venezolano el responsable!”. En la madrugada de este jueves, luego de confirmarse la muerte del cabo Daniel Palma, de Carabineros, nos sucedió.

Este texto, por demás conmovedor y sincero, lo escribió la pasada semana el periodista Rafael Semprún en su portal Crónicas de Chile al día siguiente del asesinato de un joven carabinero cuya responsabilidad es atribuida a dos delincuentes venezolanos a quienes la policía busca luego de que su fotografía fue publicada por los medios que insisten reiteradamente en su nacionalidad.

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El artículo de Semprún, titulado “Asesinato de carabinero abre nueva herida en la comunidad venezolana” fue reproducido por la también periodista Mireya Tabuas en su página Guayabo, del portal El Pitazo, donde confiesa ­­—no con o menos dolor y amargura— “cuando lees noticias así, es como si tu nacionalidad te clavara un puñal en el medio del cuello (…). Esos presuntos causantes de la muerte del policía chileno no son ahora Carlos o Luis, su nombre, el que queda en el imaginario colectivo de este país es el de ‘migrante venezolano’”.

Este texto de Tabuas explica la angustia que sentimos los venezolanos que vivimos en países suramericanos cada vez que los medios locales informan sensacionalistamente de un robo o un asesinato cometido por un connacional. Porque todos sabemos que un mal manejo informativo de los delitos cometidos por migrantes repercute en un incremento de la xenofobia y la estigmatización de la nacionalidad de quien o quienes han cometido el delito. No es suficiente explicar que el delincuente es una persona, no una nacionalidad. Ni demostrar, como lo hacen los estudios rigurosos, que el porcentaje de migrantes delincuentes es generalmente exactamente igual o menor que el porcentaje de delitos y delincuentes de la nación de acogida. Porque el estigma y el perjuicio pueden más que las estadísticas razonadas.

Nos sacude hasta la médula lo que cuenta Tabuas: “Ayer puse una foto de mi familia en Instagram (…) con el siguiente mensaje: ‘Los venezolanos buenos somos más y queremos a su país. Por favor, amigos chilenos, no lo olviden. Los malos no nos representan’. Lo hice porque necesito poner distancia. Lo hice también para pedir perdón. Perdón por algo que no hice yo, pero no sé por qué se me dispara una culpa loca al saber que lo hizo un coterráneo”. 
Termina diciendo: “Me costó hilvanar mis ideas para escribir la primera parte de este guayabo. Sigo en shock. Solo quiero llorar”.

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