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Tulio Hernández @tulioehernandez

I. En el siglo XXI las democracias se han ido reduciendo en número y calidad. Las tiranías y los tiranos se han multiplicado. Y la era de paz entre las grandes potencias que vino luego de la Guerra Fría ha llegado a su fin. Si aún no nos habíamos convencido de que la barbarie desembarcó de nuevo en el planeta, la sangrienta y brutal invasión rusa a Ucrania es la prueba más contundente de que los bárbaros han retornado bailando chachachá. Seguramente para quedarse. No sabemos hasta cuando.

Los latinoamericanos que nacimos en la segunda mitad del siglo XX vivimos casi por dos décadas una era de esperanza que me gustaría denominar “Las vacaciones de la barbarie”: la ilusión de que en el mundo todo mejoraba porque los totalitarismos venían en caída libre y las democracias florecían como en una primavera mundial que nos daba oxígeno libertario.

Por esas décadas presenciamos cómo se derrumbó el bloque soviético con la demolición del Muro de Berlín como símbolo mayor. Vimos caer uno a uno los dictadores militares –Somoza, Pinochet, Galtieri, Bordaberry, Stroessner– que impedían la democracia en América Latina. Claro, el más antiguo, Fidel Castro, no cayó.

Asistimos a la extinción de las guerras civiles de Centroamérica y a los primeros gestos de negociación de paz entre las guerrillas y el Estado colombiano, vimos países ir a elecciones por primera vez, y a los sandinistas aceptar su derrota en las primeras elecciones libres después de la guerra con la Contra manejada desde la Casa Blanca por Reagan.

A comienzos de la década de 1990, en prácticamente todos los países latinoamericanos y caribeños había elecciones democráticas y nos creímos que una nueva era había comenzado para la región. Sin Guerra Fría respirábamos una geopolítica nueva que aparentemente se libraba de manera sostenida de fascismos, comunismos y dictadores de derecha e izquierda.

Creíamos que ahora sí el continente, y el planeta entero, libre, entraría en una era de triunfo de la civilización sobre la barbarie. De los civiles sobre los militares. De los demócratas sobre los políticos armados. De los ciudadanos sobre el Estado. Menos polarización entre derechas e izquierdas. Convivencia pacífica entre los diferentes. Pluralismo y democracia a mares llenos.

Estábamos tan contentos que millares de lectores nos compramos un libro, El fin de la historia, de un escritor llamado Francis Fukuyama, en el que anunciaba, ahora sabemos que equivocadamente, que la lucha ideológica terminaría y la política y las relaciones internacionales se reducirían, básicamente, a resolver los problemas económicos y comerciales.

II. Pero la fiesta duró muy poco. Dos señales torvas anunciaron el regreso de los malos tiempos. 1992 fue un año premonitorio. Alberto Fujimori irrumpió pateando el tablero tomando el parlamento en el Perú, y Hugo Chávez, en febrero, intenta un golpe de Estado en Venezuela y seis años después se hace del poder por la vía electoral para horadar la democracia desde dentro mismo de sus instituciones.

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Daniel Ortega regresa a escena en el 2006 aliado con la ultraderecha de Arnoldo Alemán y se carga también la democracia nicaragüense llenando hasta el presente las cárceles de presos políticos y las calles de sangre de jóvenes estudiantes asesinados en manifestaciones. El proceso de paz colombiano apunta a un cuesta arriba “nobelesco” –no novelesco– con las disidencias de las FARC operando desde Venezuela bajo el amparo del llamado Socialismo del siglo XXI, y el ELN volviendo a sus andanzas, poniendo bombas y cerrando carreteras.

Un alucinado, Bolsonaro, militarista, misógino y homofóbico, termina gobernando el Brasil y apoyando a Putin. En el entretanto un ex presidente peruano, Alan García, decide suicidarse. Otro ex presidente, en este caso brasileño, Luiz Inácio Lula Da Silva, termina encarcelado por corrupción. Y otro, Rafael Correa, huyendo de Ecuador para no ir al calabozo que le aguardaba por sus delitos evidentes.

A Evo Morales lo sacan del poder por intentar reelegirse fraudulentamente y la muerte de los Castro, en vez de traer una apertura democrática en Cuba, se convierte en el incremento de la represión bajo la mano fuerte del gris sucesor nombrado a dedo.

En conclusión, el siglo XXI significa el desvanecimiento de la esperanza democrática latinoamericana que en las décadas finales del siglo XX había traído viento fresco al continente.

III. Si miramos a otros territorios la cosa no va mucho mejor. Estados Unidos, la que se supone la democracia más estable del mundo, vivió la afrenta de Donald Trump, un millonario de casinos, que se burla de la dignidad de uno de los parlamentos más antiguos del mundo llevando a un grupo de dementes disfrazados de indígenas Sioux a literalmente defecar en el corazón de su institucionalidad nacional como venganza por haber sido derrotado en las elecciones.

Putin con su tradición personal de espía de la KGB se instala en el poder en Rusia desde 1999, sustituyendo al comunismo por un autoritarismo derechista apoyado por nuevos ricos de millones fáciles. Lukashenko hace lo mismo en Bielorrusia. Erdogan se convierte en dictador en la República turca. La teocracia iraní se consolida con la figura cruel de Ahmadinejad reprimiendo cualquier tipo de disidencia. Xi Jinping gobierna férreamente a China desde el 2013 haciendo del capitalismo salvaje una forma nueva de Estado comunista plena de millonarios. Y los militares, ¡otra vez!, dan un golpe de Estado en Myanmar la antigua Birmania.

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Para decirlo con claridad, en estas tres primeras décadas del siglo XXI los homínidos hemos dado un salto hacia atrás. Un retroceso histórico. Una regresión civilizatoria. Es una paradoja. La involución política es inversamente proporcional al adelanto tecnológico. En la era de los algoritmos y la inteligencia artificial, la humanidad se ha vuelto cada vez más bruta. Steve Jobs y Bill Gates serán grandes innovadores, pero los espectros de Hitler y Stalin, la derecha genocida y la izquierda homicida, han regresado al poder.

Es lo que ha llevado al periodista inglés, Gideon Rachman, a escribir el libro The Age of the Strongman. “La era del hombre fuerte” en español. La era en la que un tipo de líder político eleva su personalidad por encima del sistema que dirige. Ya no es un aparato de Estado como el comunista soviético, que al final era más fuerte que el líder del momento. Se muere Stalin y el partido lo sustituye. Y ya. El aparato triunfa sobre el individuo.

Ahora no. Ahora hablamos de personalidades síquicamente poderosas que, ayudadas por las redes sociales, se imponen por encima de cualquier doctrina para hacerse jefes incontenibles de los países que presiden. Narendra Modi gobierna a India desde el año 2014 oficiando un fuerte nacionalismo, atacando implacablemente a la minoría musulmana. Mohamed bin Salman es algo más que un rey tirano y sátrapa en Arabia Saudita. Y el mayor, el arquetipo junguiano de gobernante tirano y cruel –heredero del espíritu asesino de Stalin– de este momento infausto, Vladimir Putin, contiene todo el poder de la Federación rusa en sus únicas manos.

Y, está claro, a los “strongmen” les gusta la guerra. Hitler provocó la Segunda Guerra Mundial. A Modi en la India se propone bombardear  a Pakistán. Galtieri generó la Guerra de Las Malvinas. Fidel Castro mantuvo a los cubanos entretenidos en formación militar ante una posible invasión de los Estados Unidos. Hugo Chávez movilizó tropas a la frontera con Colombia intentando provocar una guerra que de antemano sabía que no iba a ocurrir.

La mejor imagen que ilustra esta época oscura del siglo XXI es la de un hombre prehistórico, o la de una salvaje, un primate, un Trucutú semidesnudo, vestido con una piel de tigre, que en vez de un mazo de madera al hombro porta un iPhone 13 desde donde da órdenes a sus súbditos.

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