Carlos Raúl Hernández @CarlosRaulHer

Hace ya casi un par de años, octubre 2020, semanas antes de las elecciones norteamericanas, escribí que Donald Trump daría un golpe de Estado, como en efecto ocurrió. ¿Pero qué diferencia hay entre los tejemanejes de Trump y los de Evo Morales durante las elecciones bolivianas de 2019? Esencialmente ninguna; ambas fueron trapicheos golpistas, propios del subdesarrollo. Morales quiso reelegirse contra expresa prohibición constitucional, y en siguiente capítulo “ordenó” al organismo comicial paralizar los escrutinios, porque había perdido. Conviene recordarlo porque enjuagadores autoritarios y ojerosos, pretenden usar la ignominia de Almagro para tapar las trapisondas de Evo y es previsible que sea el actual presidente Luis Arce quien tenga pronto que tragárselo o escupirlo, a la manera de Sinatra.   Trump se dedicó en la campaña electoral a desacreditar las bases del sistema político, a sus líderes, con abyectas calumnias personales e intentó promover que las autoridades estadales hicieran fraude, como en alguna eventual elección del subdesarrollo.

Como si fuera poco, está incurso en problemas impositivos y escándalos de abuso sexual que completan un tercermundista que estuvo a la cabeza de la democracia más importante del mundo, y hoy a punto de reelegirse, como corresponde a esa condición. Su sombra no se ha disipado y la democracia tiene a Trump, para bien o para mal, como una prueba de fuego que debe superar. Es palmaria su intransferible responsabilidad en el asalto del Capitolio Federal. Testimonios, declaraciones, videos demuestran sin duda que él dirigió personalmente lo ocurrido ese día. El asalto al capitolio, un golpe de Estado, lo consuman para impedir la asunción de Biden. Trump presionó a las autoridades locales para alterar los resultados y según su voz en las grabaciones, quería ponerse a la cabeza de la toma del Capitolio. Una parte de los republicanos piensa que les robaron las elecciones, entre otras porque era un partido agónico hasta que llegó el populista radical que los revivió en sentido perverso.

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Una figura histórica del país en el siglo pasado, Charles Evans Hugues, decía que “los magistrados estamos por debajo de la constitución, pero nosotros decimos qué es la constitución”. Los dinosaurios del Tribunal Supremo dejados por Trump arreciaron últimamente en hacer retroceder las libertades individuales por medio en una revolución reaccionaria.  La democracia recibe rudos reveses, como poner en manos de los estados la legalidad de la decisión sobre interrumpir el embarazo. La experiencia universal demuestra que quienes están dispuestas a interrumpirlo lo harán, legal o ilegalmente, solo que ahora 36 millones de mujeres quedan desprotegidas, a merced de tratamientos “artesanales” o clandestinos. Que la “defensa de la vida” es una mera excusa política para la contrarrevolución trumpista, se aprecia en la asimetría de este supuesto principio con la verdadera amenaza, el derecho ilimitado de portar armas, después de la larga secuencia histórica de masacres en escuelas y otros centros públicos.

Hay 300 millones de armas en manos de los norteamericanos y cada día más matanzas en las escuelas.  El control de armas requiere reformas constitucionales o mayorías complejas bipartidistas para reconocer cambios estructurales producidos durante doscientos años y que la constitución no puede contemplar, como que la defensa de la vida y la propiedad estaban en manos de cada uno porque no existía el Estado. No había ametralladoras, ni fusiles de asalto, y las armas era escopetas o revólveres. La “defensa de la vida” es un subterfugio barato, porque restituyen la libertad de portar de armas en todo el territorio nacional y derogan la prohibición específica al respecto en el estado de NY.  Además, limitan las funciones de la Agencia de Protección al Medio ambiente para reducir las emisiones de co2. Una contrarrevolución a las gestiones de Reagan, Clinton, Bush y Obama a la que Biden llamó trágico error. Han querido atribuir la decisión contra el embarazo involuntario a la voluntad de navegar al lado de la masiva religiosidad de la ciudadanía norteamericana.

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Pero eso no tiene ni pies ni cabeza, porque lo que se defiende es el derecho a una decisión personal y no asuntos colectivos. La soberanía para practicar la fe no se afecta en nada, ni que 8o% de los norteamericanos profesa una y 50% participa en oficios religiosos por lo menos a la semana. La democracia norteamericana es un Estado laico que separa la religión del poder, y aunque es así, nunca el país elegiría un ateo para la presidencia. Y es esencial para quien quiera entender los Estados Unidos que en materia religiosa no tienen muy poco que ver los estados entre sí, California, Texas, Florida y Utah. El magistrado ultraconservador Clarens Thomas quiere que se revisen disposiciones sobre parejas homosexuales y los seis jueces conservadores han impuesto leyes que van contra el grado de desarrollo social alcanzado por el país durante los siglos XX y XXI. Se puede discutir si el aborto es un derecho constitucional porque nunca estuvo en la constitución y también el límite de seis meses para hacerlo, pero según prácticamente todas las naciones democráticas y delas otras, hay condiciones que lo justifican.

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