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Por Tulio Hernández

Primera: ningún candidato es aprobado ni siquiera por la mayoría simple. Se repitió ayer en Brasil un patrón de conducta colectiva de las últimas cinco elecciones presidenciales realizadas en América del Sur: Ecuador, Perú y Chile (2021), Colombia y ahora Brasil (2022). En las cinco, todos los nuevos presidentes han sido electos en una segunda vuelta, luego de un forcejeo, casi un empate técnico en la primera, con su adversario principal. Es decir, los nuevos gobernantes de estas repúblicas latinoamericanas, son de alguna manera presidentes carenciales, deficitarios, que no logran concitar apoyos contundentes y mayoritarios, ni siquiera de la mitad más uno de la población.

Segunda: los resultados ratifican que estamos en sociedades drásticamente polarizadas en extremos radicales. Los dos candidatos brasileños, ambos expresidentes, no solo representan a bloques inmensos de ciudadanos —57 millones Lula, 51 Bolsonaro— sino concepciones del poder, la política y la moral absolutamente opuestas.

No hay puntos medios. Lula, socialista, activista político, desde muy joven, formado en el sindicalismo, con gran raigambre urbana, afiliado al Partido de los Trabajadores (PT) y, aunque muy diferente a Ortega y Maduro en sus convicciones democráticas, a su vez miembro fundador de la Internacional de izquierdas electorales, pero pro cubanas, que fue conocida a comienzos del presente siglo como “marea rosada”.

Bolsonaro, ex militar, formado en el orden prusiano de los cuarteles, incorporado a la política ya con cierta edad, militarista, de derecha radical, conservador, con fuerte apoyo rural y de las iglesias evangélicas, opositor radical de las ideas progresistas en diversidad sexual, respeto a las minorías étnicas y la conservación ecológica del ambiente.

Más o menos como en Colombia en donde un candidato, Gustavo Petro, ex guerrillero del M-19, socialista, admirador de Hugo Chávez y enemigo abierto de Uribe, promotor del proceso de paz a cualquier precio y de una reforma agraria profunda, una reforma tributaria implacable, y el respeto a los derechos de las minorías étnicas y la conservación del ambiente,  terminó también casi cabeza a cabeza, con una outsider, Rodolfo Hernández, representante ambiguo de la tradición derechista, con gran peso del caudillismo rural, apoyado a última hora por las familias tradicionales que desde hace décadas gobiernan su país, que en el fondo representaba más que un proyecto de derecha, el rechazo y el miedo a la aureola castro-chavista del candidato de la izquierda. El aceite y el agua. Los carnívoros y los veganos.

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Tercera: no hay (aún) espacio para los moderados ni para considerar los proyectos políticos. El hecho de que prácticamente la misma población que votó al PT para gobernar Brasil por trece años consecutivos haya llevado luego con similar profundo entusiasmo a su opositor Bolsonaro a la presidencia, y ahora un porcentaje nada despreciable siga creyendo en él, muestra que los ciudadanos se mueven entre extremos coyunturales y no entre proyectos políticos, ideas de gobierno claras e identidades políticas estables. Que votan “en contra”, no “a favor”, por el candidato que menos miedos les produce. Como en Perú, donde un chiste cruel decía que optar entre Pedro Castillo y Keiko Fujimori era como hacerlo entre el cáncer con sombrero y el cáncer sin sombrero.

Porque, además, no surgen, y cuando surgen no convencen, candidatos o movimientos moderados, socialdemócratas, demócratacristianos, lo que en algunos lugares se llama “el centro”: intelectuales de formación sólida y estadistas de altura, como en otros tiempos lo representaron Fernando Henrique Cardozo en Brasil, Ricardo Lagos en Chile, Rómulo Betancourt en Venezuela, Felipe González en España y los mismos Julio María Sanguinetti y José Mujica en Uruguay.

Los nuevos liderazgos están marcados por la emocionalidad redentora a lo Chávez, émulo de Evita Perón; el histrionismo contagiosamente histérico, a la manera de Cristina Kirchner o Rafael Correa; la vocación exultantemente juvenil, antisistema, pero con pies de barro, de figuras como Gabriel Boric; el carisma personalista —mitad gerencial millennial, mitad policíal implacable modelo Rambo— cual Nayib Bukele, o la restauración con pistola en el cinto de “la moral y el orden”, a lo macho revanchista, como Bolsonaro.

Cuarta: el fracaso y la corrupción como lugar común. Es el telón de fondo de todo este cuento. En la historia reciente suramericana no hay un solo presidente que haya salido triunfante del ejercicio del poder. Por eso la batalla electoral en Brasil es entre dos grandes fracasos. El PT salió del poder cuestionado por las mayorías. Lula de la presidencia a un calabozo donde estuvo encerrado 19 meses acusado de corrupción. Y Bolsonaro, a pesar de tener todo el aparato de Estado en sus ventajistas manos, lo ha hecho tan mal, que tampoco logró la mayoría.

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Piñera terminó con las tablas en la cabeza flotando en el Pacífico gracias al salvavidas de una Constituyente. Cristina Kirchner vive con la espada de Damocles de la justicia argentina pendiendo sobre su siempre bien cuidada cabellera. Correa es un correcaminos que anda por el mundo huyendo de la justicia ecuatoriana. En Perú cambian de presidente con tanta frecuencia como de camisas: la mayoría, como Fujimori, terminan en la cárcel. Salvo en Venezuela y Nicaragua, donde sus presidentes, gracias a sus aparatos de terror, esperan entregar el poder —como se lee en las ceremonias maritales— “solo cuando la muerte los separe”, los electores acusan en sus decisiones la desilusión que les producen gobernantes y gobiernos incapaces de escucharlos y resolver sus mínimos problemas. La política aguarda por un cambio profundo que no produzca más pobreza ni ahuyente a la población, como los de Maduro y Ortega, pero ni la derecha ni la izquierda, términos cada vez menos útiles y diferenciadores, se lo ofrecen.

Y, quinta: por lo menos se salvan los sistemas electorales. La confianza que transmitió el tribunal electoral brasileño fue impecable. Tanto como la celeridad en la presentación de los datos en un país de más de 200 millones de ciudadanos. Ninguno de los candidatos puso en cuestión los resultados.

Y ese es otro rasgo común de las elecciones recientes en los países suramericanos. La confianza en el árbitro electoral. Confianza que quedó confirmada en Colombia, donde todos, a pesar del factor sorpresa de última hora en el segundo lugar, aceptaron sin quejas los resultados. Más aún en Chile, donde Piñera felicitó al nuevo presidente incluso antes de que se le declarará jefe de gobierno electo oficialmente. Y, pocos meses después, el mismo árbitro electoral ratificaba la derrota aplastante de la opción Apruebo, es decir, la derrota de Boric, en el plebiscito para aprobar o no la nueva Constitución.

Salvo, de nuevo, Nicaragua y Venezuela, territorios de la barbarie militarista premoderna, al menos en los demás países latinoamericanos tenemos como ganancia unos sistemas electorales que nos ayudan a prevenir golpes de Estado y abren la posibilidad, como en Chile, de que la sociedad se exprese y resuelva pacíficamente sus conflictos. Al menos una teníamos que ganar.

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1 COMENTARIO

  1. La radicalización inducida crea esa polarización donde el centro se esfuma. Sin embargo, en esas difíciles circunstancias políticas hay intentos de crear un “proyecto” que albergue a las mayorías detrás de reformas de fondo. Boric, contrariamente a la opinión de TH ha tratado de admitir el pluralismo y se ve en la necesidad de conciliar para hacer avanzar su presidencia. Petro ya se reunió en dos ocasiones con Uribe a quien considera un adversario, no un enemigo. Lula, a pesar de su corrupción espectacular, entiende que no puede marginar a la derecha democrática (no Bolsonaro) y la incluyó en su fórmula con su candidato a vice presidente. Los tres se ven forzados a ello porque deben gobernar con parlamentos mayoritariamente opositores. En resúmen, el camino no es sólo sostener el régimen electoral y confiable y la alternancia sino el parlamento como el ámbito natural para negociar acuerdos centristas sobre temas candentes.

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