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Luis Ugalde

Evo Morales y cualquier empresario neoliberal de Chile coinciden en algo fundamental: ambos piensan que su éxito es el éxito para todo el país y debe perpetuarse. Sin duda la presidencia de Evo en los primeros años tuvo notables logros socioeconómicos y políticos. Bolivia y su mundo indígena mejoraron, lo que llevó a Evo y a su equipo a buscar la perpetuación en el poder, violando la expresa voluntad de la mayoría. Chile llegó a la salida del dictador Pinochet con una economía en auge. Por eso hasta los socialistas hicieron una transición política respetando la economía neoliberal y la Constitución que restringía las lógicas aspiraciones sociales de la población. Todo razonable excepto la perpetuación de esas restricciones.


Evo creía que su presidencia debía prolongarse por el bien de su pueblo y el neoliberal piensa que basta seguir las divinas leyes del mercado para que la prosperidad llegue a todos. Con ello unos y otros suplantan el sentir y el malestar del resto de la población y van acumulando un combustible en espera de una chispa para prender incendios indetenibles.

Vivimos en un mundo marcado por la revolución de las expectativas que unifica las aspiraciones de ricos y pobres; revolución contagiosa y general que lleva a aspirar al cambio político y a la alternancia democrática, mientras que todo presidente “revolucionario” se aferra al poder con el deseo de perpetuarse en nombre del pueblo: inevitable el choque entre el deseo de cambio y la voluntad de eternizarse en el poder. En lo económico-social la revolución de las expectativas lleva a nivelar las aspiraciones del más pobre con las del rico. Podrá restringirlas temporalmente, pero no renunciar a ellas para sí o para sus hijos. En la sociedad estamental la pertenencia a cada clase venía con las aspiraciones reducidas: se transmitía, enseñaba, aceptaba y parecía lógico que unos tuvieran más y otros menos, de acuerdo a su estamento.

Chile es una sociedad moderna, camino de la prosperidad con todas las expectativas desatadas y no acepta la fría prédica neoliberal de que con las prósperas cuentas de su empresa toda la sociedad tiene que estar feliz y agradecida esperando que el incremento macroeconómico se desborde y por “derrame” lleva la satisfacción hasta los más pobres. Lo que ciertamente no es así. Una sociedad democrática se cimienta sobre un pacto social con el objetivo de desarrollar juntos acciones que beneficien a toda la sociedad. La sociedad que surge del pacto democrático necesita dos alas para volar: la exitosa producción económica y el bienestar, que están relacionados pero no son sinónimos. Hasta ahora en el mundo los hechos demuestran que la economía capitalista de libre mercado es superior a todas las demás. Pero ella no es igualadora sino diferenciadora: gana más, prospera más, el que más riqueza produce, más tecnología inventa, más poder tiene en el mercado.

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Históricamente se ha demostrado que el marxismo no sirve para lograr esto porque tiene una idea deformada de la condición humana. Aunque en la empresa (sobre todo en la liberal del siglo XIX) el capital y el trabajo explotado tienden a ser antagónicos y aquel trata de ganar más pagando menos a este y mantenerlo en la miseria, empresarios del siglo XXI – luego de guerras sociales y dramáticas guerras mundiales- por instinto de conservación y por conciencia van descubriendo que les conviene la constante mejora del trabajador y su familia con las puertas abiertas al permanente ascenso social. Pero a muchos les ciega su ambición. Al mismo tiempo la empresa del siglo XXI tiene que ir a la competencia internacional jugando en equipo y le interesa que el conjunto de su capital, gerentes y trabajadores sean de primera; lo que solo se consigue si todos ellos se proponen permanente mejoramiento educativo y desempeño productivo, todos participan en los beneficios y se sienten humanamente satisfechos.

Lo que pasa es que todavía gran cantidad de empresarios dan la razón a Marx y son más del siglo XIX que del siglo XXI.
Algo similar le pasa al llamado socialismo, que se autocalifica “del siglo XXI”, pero es del XIX: cuando llegan al Estado lo convierten en dictadura sobre el proletariado y secuestran el poder para perpetuarse tratando de que “ni por las buenas ni por las malas” los desalojen, como repite en Venezuela el militar con mazo y disfraz de “socialista”. Lo que está pasando en Chile, Bolivia, Argentina, Venezuela… o va a pasar en México, Brasil etc. es inevitable mientras se busque la solución para evitar el enfrentamiento de pobres y ricos, y la negación recíproca del otro. Para que nuestros países superen la pobreza y los pobres dejen de serlo, ambas partes tienen que aliarse en la producción exitosa, para ambos ser ganadores jugando en equipo; revolucionar juntos la educación y avanzar hacia la igualdad de dignidad, de derechos y de oportunidades, aunque todos seamos distintos. De ahí surge la confianza, la convivencia y la paz social, con calidad de vida compartida. Es el bien común que solo lo pueden alcanzar juntos y con instituciones solidarias. En Venezuela a los ricos no les irá bien mientras en su bienestar no incluyan la superación de la pobreza y no se sientan un “nos-otros” con los trabajadores. Y el pobre no podrá superar sus carencias si no incluye y busca la prosperidad de las empresas y la calidad de las instituciones públicas.

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La revolución de las aspiraciones es un hecho, pero para satisfacerlas hay que elevar la capacidad de producir lo que las satisface. Muy frustrante, aspirar mucho y producir poco, individual y colectivamente. Hoy lamentablemente (aquí, en Europa, en EE.UU…) se nos induce a querer más de lo que producimos. Muchos políticos ganan prometiendo lo que no pueden o no saben cómo producir y el consumismo capitalista exacerba los deseos y pone la felicitad en el mercado, es decir donde no está. Así el malestar y los estallidos sociales son inevitables.


Caracas, 28 de noviembre de 2019.

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